miércoles, 5 de diciembre de 2012

Escribimos para ser, leídos

Siempre que escribimos tenemos la certeza de que seremos leídos por otro. Escribimos con esa intención: escribimos para ser leídos.

Quizá sólo para ser leídos por quienes seremos en un futuro más o menos próximo, como sería el caso de los diarios, al margen de los muy frecuentes episodios de indiscreción o extravío que aproximan estos ejercicios de libre escritura a lectores inesperados, con resultados no siempre deseados.

Y ni qué decir de la correspondencia, género epistolar aparentemente abandonado y sin embargo en explosivo crecimiento -aunque fragmentario- en las así llamadas “redes sociales”. Es claro que internet significa, sobre todo, la fácil difuminación de la siempre frágil frontera entre lo privado y lo público: escribir en Facebook es compartir información, como lo establecen las letras chiquitas del contrato que sin ningún cuidado firmamos con un click al abrir nuestra cuenta, y compartir información es el gran negocio de los creadores de esta plataforma.

Sí, escribimos para ser leídos. Escribimos para ser, leídos.

Liliana Weinberg habla en su libro Entre el paraíso y el infierno de “el escritor quien, inmerso en su realidad y su tiempo, no puede distanciarse de los hechos, condenado metafóricamente a escribir un diario y nunca una memoria, que es la que permite dar sentido a las instantáneas de una vida”. Lo que apunta a la posibilidad no sólo de que escribimos para ser leídos sino que escribimos para ser leídos en lo que somos y hacemos ahora mismo: así entonces, escribimos como un ejercicio de corrección continua de nuestro pasado. Escribimos para ser recordados, pero no como hemos sido sino como ahora queremos haber sido.

En el mismo sentido, la autora reflexiona que “uno de los mayores suplicios es, para el escritor de nuestra región -para cualquier escritor, diría yo-, pensarse sin lector (...) El paraíso es el diálogo total, la inteligibilidad total, la comprensión total, la comunidad total de sentido (...) Inversamente, el infierno del escritor es el silencio, la no lectura, la soledad clausurada, el espacio social quebrado”. Y citando “El signo y el garabato” de Octavio Paz, insiste: “el poema -y, tal vez, todo texto- jamás se presenta como una realidad independiente. Ningún texto poético tiene existencia per se: el lector otorga realidad al poema”: el lector le da sentido al texto, sin lector el texto no tiene sentido, es un sinsentido.

En el origen de la escritura está la necesidad de trascendencia, de permanencia. Es la necesidad de exteriorizar algo, comunicarlo, en el sentido de hacerlo común, de insertarse en una comunidad. Una comunidad de sentido.

Dice José de la Colina, a propósito de cierto escritor francés del siglo XVIII: “Quizá el duque (Saint Simon) no deseaba la posteridad, pues un memorialista maniático no mira hacia el futuro sino hacia un pasado requerido como un eterno presente”, lo que nos lleva a introducir la intención en la sustancia del escrito. Pero eso es tema de otro ensayo.

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