Siempre que escribimos tenemos la
certeza de que seremos leídos por otro. Escribimos con esa
intención: escribimos para ser leídos.
Quizá sólo para ser leídos por
quienes seremos en un futuro más o menos próximo, como sería el
caso de los diarios, al margen de los muy frecuentes episodios de
indiscreción o extravío que aproximan estos ejercicios de libre
escritura a lectores inesperados, con resultados no siempre deseados.
Y ni qué decir de la correspondencia,
género epistolar aparentemente abandonado y sin embargo en explosivo
crecimiento -aunque fragmentario- en las así llamadas “redes
sociales”. Es claro que internet significa, sobre todo, la fácil
difuminación de la siempre frágil frontera entre lo privado y lo
público: escribir en Facebook es compartir información, como lo
establecen las letras chiquitas del contrato que sin ningún cuidado
firmamos con un click al abrir nuestra cuenta, y compartir
información es el gran negocio de los creadores de esta plataforma.
Sí, escribimos para ser leídos.
Escribimos para ser, leídos.
Liliana Weinberg habla en su libro Entre el paraíso y el infierno de “el escritor quien,
inmerso en su realidad y su tiempo, no puede distanciarse de los
hechos, condenado metafóricamente a escribir un diario y nunca una
memoria, que es la que permite dar sentido a las instantáneas de una
vida”. Lo que apunta a la posibilidad no sólo de que escribimos para
ser leídos sino que escribimos para ser leídos en lo que somos y
hacemos ahora mismo: así entonces, escribimos como un ejercicio de
corrección continua de nuestro pasado. Escribimos para ser
recordados, pero no como hemos sido sino como ahora queremos haber
sido.
En el mismo sentido, la autora
reflexiona que “uno de los mayores suplicios es, para el escritor
de nuestra región -para cualquier escritor, diría yo-, pensarse sin
lector (...) El paraíso es el diálogo total, la inteligibilidad
total, la comprensión total, la comunidad total de sentido (...)
Inversamente, el infierno del escritor es el silencio, la no lectura,
la soledad clausurada, el espacio social quebrado”. Y citando “El
signo y el garabato” de Octavio Paz, insiste: “el poema -y, tal
vez, todo texto- jamás se presenta como una realidad independiente.
Ningún texto poético tiene existencia per se: el lector otorga
realidad al poema”: el lector le da sentido al texto, sin lector el
texto no tiene sentido, es un sinsentido.
En el origen de la escritura está la
necesidad de trascendencia, de permanencia. Es la
necesidad de exteriorizar algo, comunicarlo, en el sentido de hacerlo
común, de insertarse en una comunidad. Una comunidad de sentido.
Dice José de la Colina, a propósito
de cierto escritor francés del siglo XVIII: “Quizá el duque
(Saint Simon) no deseaba la posteridad, pues un memorialista
maniático no mira hacia el futuro sino hacia un pasado requerido
como un eterno presente”, lo que nos lleva a introducir la
intención en la sustancia del escrito. Pero eso es tema de otro
ensayo.
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